San Valentín, según parece, fue un sacerdote que, allá por el Siglo III, en la Roma del Emperador Claudio II, se dedicaba a casar clandestinamente a jóvenes soldados enamorados. El matrimonio había sido prohibido por el Emperador, que consideraba que los solteros eran mejores soldados, ya que tenían menos ataduras.
El amor es un sentimiento que solo tiene sentido y solo alcanza su plenitud desde la más absoluta libertad. Y cada vez que atacas la libertad de la persona a la que dices amar, estás atacando al amor mismo.
Volviendo a San Valentín, trataré de ponerme en la piel de un joven soldado del Imperio Romano:
¿Se me prohíbe enamorarme locamente? No.
¿Se me prohíbe dar rienda suelta a la pasión desbordante que siento? No.
¿Se me prohíbe sentir que el corazón me tiembla cuando ella me mira y que no necesito nada más? No.
¿Se me prohíbe organizar una gran fiesta en la que mi amada y yo nos vistamos de gala e invitemos a nuestros familiares y amigos a un gran banquete en honor al amor que nos profesamos? No.
¿Se me prohíbe alcanzar el cielo recorriendo cada centímetro de su piel desnuda con mis labios y con mis manos? No.
¿Se me prohíbe caminar de la mano con ella y escoltarla en la consecución de sus sueños? No.
¿Se me prohíbe dedicar cada uno de mis pensamientos o cada uno de los minutos de mi vida a este sentimiento que me nubla los sentidos y me estremece el alma? No, no y no.
Lo que se me prohíbe es firmar un contrato en el que diga que me obligaré a hacer todas esas cosas aun cuando ya no las sienta… ¡Maldito Valentín! Creo sinceramente que nos equivocamos de tipo. El que merecía la canonización era Claudio.
San Valentín instituyó el amor por obligación. ¿Que exagero? Muy bien, dime: ¿qué crees que habría pasado si anteayer tras darte tu pareja su regalo de San Valentín le hubieras dicho «el amor no debe ser una obligación y debería bastarte con el sentimiento que desborda mi corazón cada día»? ¿Te imaginas su cara? Por suerte tuviste tu regalo a punto y cumpliste con «el amor», ¿verdad? ¡Feliz San Valentín!