EL CURSO ESCOLAR – III GUERRA MUNDIAL (IV)

El colegio

El curso escolar comienza y casi nadie se da cuenta de todo lo que hay en juego. La incoherencia más absoluta campa a sus anchas en la vuelta al cole y el Estado despliega herramientas de control inimaginables hace tan solo seis meses. La campaña del miedo ejecutada al unísono por todos los medios de comunicación del sistema ha hecho su efecto. Nuestros niños y jóvenes acudirán obligados a los centros formativos y se someterán a medidas coercitivas e inspectoras que al comienzo del año habríamos considerado propias de Estados totalitarios. Nadie las toleraría sin el miedo convenientemente inoculado para justificarlas.

Todo adulto tiene prohibido en todo el territorio nacional poner un pie fuera de su domicilio sin portar mascarilla. No importa que haya distancia de seguridad. Si lo hace será sancionado y obligado a ponérsela. Y si se niega será detenido. Ningún adulto puede reunirse con más de diez personas. Aunque sean de su entorno cercano. Aunque sean familia o amigos. Si lo hacen, serán sancionados y obligados a disolverse. Y si se niegan serán detenidos.


El curso escolar, ¿suicida?

A partir de mañana arranca el curso escolar y los niños menores de 6 años, que ya iban por la vida sin mascarilla, se juntarán en el colegio en grupos de veinte niños. Todos ellos de distintos entornos. Todos ellos niños. Ya saben, los que hace nada eran denominados súper contagiadores y ahora nos pretenden vender que son poco menos que inmunes e inmortales.

En cada centro escolar habrá supervisores CoVid. Es decir, el Estado proveerá una especie de Gestapo que fiscalice a través de sus hijos si usted hace todo lo que se le dice que tiene que hacer. Y, ¡ay de usted como les parezca que no…!

Cada día, su niño irá un mínimo de seis horas a vivir una realidad que a usted le está terminantemente prohibida bajo amenaza de sanción o detención. Porque estaría usted atentando contra la salud pública. Porque pondría usted en riesgo la vida de millones de seres humanos.

Y al final de cada día tendrá usted que meter de nuevo a su hijo en su casa, porque para eso es su hijo. Y le tocará, le besará y le abrazará. Porque es su hijo. Y seguramente ni siquiera se hará usted preguntas. Tal es la gigantesca necedad que sumisamente acatará. Con un fervor directamente proporcional a las horas de televisión que consume.


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