La de los Talentos es una de las parábolas bíblicas más célebres. Ubicada en el evangelio de San Mateo (25, 14-30) Jesus de Nazaret nos explica mediante metáforas que el Reino de los Cielos se alcanza desarrollando nuestros talentos de acuerdo a nuestra capacidad. Y que a nadie se le pedirá más que lo que su capacidad determine. Pero, y esto es lo más importante, que quien desperdicie el talento con el que ha sido obsequiado, será arrojado a las tinieblas.
Nunca antes la humanidad tuvo un tiempo tan prolongado y tan específico para la reflexión. Nuestras vidas se detuvieron y durante varias semanas hemos podido hacer introspección. Todos hemos podido evaluar sosegadamente si nuestro día a día nos hace felices. Y en mayor o menor medida, todos hemos descubierto talentos que permanecían ocultos en la frenética rutina de antes.
Conozco a unas cuantas personas a las que la llegada del Covid-19 ha puesto en bandeja una ocasión única de apostar por aquello que se supone aman hacer. Crisis significa oportunidad y a todos en algún momento de la vida nos pasa por delante el tren de alta velocidad con el nombre de nuestro don en el vagón.
Talentos dilapidados
Jesús de Nazaret sabía bien que el paraíso en la Tierra es descubrir aquello para lo que tienes un don y entregarte apasionadamente a multiplicarlo. Y que las tinieblas es lo que espera a quienes por miedo, pereza, cobardía o simple omisión consciente, con su inactividad, desperdician su talento.
La moraleja es que la vida recompensa ampliamente a quien es fiel a sus capacidades: «ya que has sido fiel en lo poco, voy a ponerte al frente de mucho». Y que sin embargo los que no hacen nada con sus dones, están condenados a perderlo todo.
29Porque a todo el que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene.30Y a ese siervo inútil, echadle a las tinieblas de fuera. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.
San Mateo, 25 29-30
El mundo está lleno de personas como el siervo de la parábola. Que entierran su talento en vez de entregarse en cuerpo y alma a multiplicarlo. Los reconocerás además de por el lloriqueo y el rechinar de dientes, porque nunca están donde quisieran estar.