Ir de viaje es el anhelo de millones de seres humanos. Salir del lugar en el que estás para ir a otro más lejano. Más confortable. Más hermoso. Con mejor clima. Con más cosas por ver… Y todo viajero en algún momento de sus viajes se da cuenta de algo muy significativo: valora de distinta manera lo que visita fuera, que lo que tiene allí donde vive.
Todos en algún momento nos hemos visto fotografiando una playa o un monumento en un país lejano, conscientes de que playas y monumentos mucho más impresionantes se encuentran en nuestro país de origen sin que les prestemos la más mínima atención. Visitamos maravillados hasta la última capilla de nuestro destino de viaje sin jamás haber entrado a la majestuosa catedral de nuestra ciudad de origen. Nos maravilla lo de fuera. Buscamos lejos ese lugar idealizado en el que todo será perfecto. Y como no puede ser de otra manera, la sensación que nos proporciona el viaje es efímera.
El viaje como metáfora
Eso que hacemos cuando viajamos, en la mayoría de las personas es un reflejo de algo mucho más trascendental. Igual que idealizamos un lugar de vacaciones minusvalorando el sitio donde vivimos, así también buscamos en otras personas que nos proporcionen una perfección que apenas nos hemos molestado en explorar en nosotros mismos.
Por eso el viaje más importante, el único importante en realidad, es el viaje interior. Da igual a qué remoto lugar del planeta decidas ir. No puedes ir sin ti. Si tus paisajes interiores son bellos, limpios y están siempre cuidados al detalle, la fealdad exterior no tiene poder sobre ti. De igual manera, si tus playas interiores están llenas de basura y tus monumentos en estado de ruina, el paisaje exterior más hermoso del planeta tan solo te aportará una distracción pasajera. Y le seguirá la famosa depresión post-vacacional. Quien en cambio cultiva constantemente un interior paradisiaco y cuando puede sale al exterior, permanece en viaje de placer toda su vida.