EL VOLCÁN DE LA PALMA RUGE

A veces nos cuesta calibrar que debajo de nuestros pies la tierra se mueve. Todo está en constante movimiento. Y como decía Aristóteles, ese movimiento es además, eterno. Bajo nuestros pies, muy al fondo del suelo que pisamos, se encuentra un enorme puzzle con forma de cascarón que se encuentra inmerso en un mar viscoso. Como supondrán, cada pieza no permanece estable. Y son esas llamadas placas tectónicas, las que se deslizan y a veces hasta chocan, provocando con ello la formación de volcanes. Esto, que alguna vez llegaron a explicárnoslo en la escuela, es para muchos ciudadanos del mundo algo tan habitual como observar el paisaje en el que viven y quererlo tal cual, aunque éste sea enormemente inestable o reciba la llamada de la naturaleza y modifique hábitos, viviendas y hasta vidas. 

Sorprende esta semana que ante la situación del volcán de La Palma, tantas personas sepan de vulcanología. Que el drama humano que supone que miles de viviendas vayan a calcinarse por el efecto de la lava de un volcán que llevaba inactivo 50 años, se sienta como propio cuando abrimos cualquier medio y ocupa portadas. Y sorprende porque como ya adelantó alguna vez Susan Sontag en su obra “Ante el dolor de los demás”: solo nos preocupamos cuando ese dolor es propio o cercano. 

La Palma, destino vacacional para muchos y refugio para otros tantos, sufre estos días porque uno de sus volcanes recuerda que está tan vivo como para expulsar lava. El espectáculo que ofrece es grande. Y el movimiento al que ha obligado a centenares de familias, también. Porque muchas de ellas lo han perdido todo de manera involuntaria. Tal vez muchos dirán que a nadie se le ocurre construir su casa frente a un volcán que algún día despertaría. Pero como en  otros aspectos de la vida, nadie puede decidir por nadie y desde fuera todo siempre se ve más sencillo de lo que puede llegar a ser en realidad. 


Más empatía con las familias que sufren

Hace unos días la ministra de Turismo, que por cierto ya ha tenido que limar sus palabras y pedir disculpas, expresaba que este espectáculo del volcán (no el espectáculo al que ya estamos acostumbrados a través de los medios de comunicación y los vulcanólogos emergentes, sino al que proporciona la propia naturaleza), también puede llegar a ser un reclamo turístico. No sabemos si esas declaraciones han pasado todo lo desapercibidas que la ministra desearía pero nos muestra que a veces ese dolor que entendemos cercano, para algunos, es solo una oportunidad para ser y aparecer. 

El 2021 nos sigue sorprendiendo. A pesar de que ya estemos con un pie en octubre y que el otoño haya hecho presencia a bofetadas. Para este año, el de la nueva normalidad, de las vacunas, de los expertos en todo pero en realidad “maestros liendres en nada”, “Filomena” no ha sido suficiente. Y tampoco ha conseguido meternos por los ojos esa ración de realidad que a veces necesitamos todos porque la naturaleza está viva. Y poco podemos hacer si nieva como no ha nevado en décadas. Tampoco si un volcán entra en erupción. O caen tantos chuzos de punta como para inundar pueblos enteros sin que nadie pueda remediarlo. 

Podemos parar, observar y pensar. Estamos en el mundo como inquilinos; que a veces los desastres naturales no corren de nuestra mano. Pero que todos, absolutamente todos, podemos empatizar con los que los sufren. Que los damnificados ahora son otros pero podríamos serlo nosotros perfectamente. También que los reclamos turísticos los dejemos para otra ocasión. Y que si hace falta arrimar el hombro y ayudar en aquello que podamos, lo hagamos. Empezando por abandonar ese título en vulcanología que ninguno tiene cuando abre la boca más allá que para lamentarse de lo poderosa que es a veces la naturaleza y lo insignificantes que somos nosotros frente a ella. 


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