¿SOMOS ESCLAVOS EN EL SIGLO XXI?

Esclavitud, servidumbre, trata de personas… son términos que ya de primeras suenan mal por las connotaciones tan negativas que tienen. Pero son una realidad que fue normalidad y negocio hace algunos siglos y que hoy continúa existiendo pese a que la Declaración Universal de los Derechos Humanos en su artículo 4 expone todo lo contrario. En su texto dice: “Nadie estará sometido a esclavitud ni a servidumbre. La esclavitud y la trata de esclavos están prohibidas en todas sus formas”.

Aunque trata de personas suene a argollas metálicas atando muñecas y negociando con ellas en un mercado en el desierto, o esclavo traiga a la memoria africanos dejándose llevar por un mercader nada piadoso, hemos de decir que en pleno siglo XXI continúa existiendo todo lo que pretende erradicar con su defensa ese artículo 4.


Esclavos de nuestro trabajo

¿Qué es esclavitud, servidumbre o trata de esclavos hoy? Pongamos un ejemplo sin casi salir de casa. En Europa todos los países tienen fijado por Ley una jornada laboral máxima. En el mundo moderno en el que vivimos, la Ley es la Ley y jornada laboral tenemos una amplia mayoría de la población ¿verdad? Pues de acuerdo a la Directiva Europea de Tiempo de Trabajo en 2008, el límite máximo al que se puede llegar es de 48 horas semanales, ampliables a 65 horas durante un periodo máximo de 3 meses y previo acuerdo entre el empresario y los trabajadores. Sorprende ver como Bélgica, Polonia, Holanda, Suecia y España son los países de la Unión Europea con jornadas laborales más largas. Un poco más lejos en Asia como Corea del Sur por ejemplo, mantienen una jornada laboral de 68 horas a la semana. 

Sin intención de adentrarnos en el sindicalismo y reivindicar jornadas laborales más justas para los empleados del primer mundo, sobra decir que 68 horas semanales son muchas horas al día trabajando. 


Niños esclavos por el consumismo

Quizá ese no sea nuestro papel en este artículo pero sí mirar un poco más allá. Porque dentro de este primer mundo que muchas veces se queja de duras jornadas de trabajo e interminables sesiones de estrés laboral, también se consume mucho. Y ese consumismo deviene en explotación.

Nos referimos a la que aplican compañías textiles del primer mundo que utilizan a niños para su producción en países como India. Aquí los menores trabajan a ritmos continuados. Explotación infantil lo llaman algunos, injusticia social, otros. Lo cierto es que la OIT (Organización Internacional del Trabajo) define el trabajo infantil como aquel que “priva a los niños de su niñez, su potencial y su dignidad y que es perjudicial para el desarrollo físico y mental”.

Estas prácticas se extienden no solo a la industria textil, sino también a la agricultura, ganadería, manufactura, minería o los llamados servicios domésticos (en los que tristemente también se engloba la prostitución). Y esto ocurre en África, Sudamérica y también en Europa. Todos ellos lugares en los que se extiende el trabajo infantil, la explotación infantil. La esclavitud del siglo XXI basada en el consumo voraz de unos pocos que obliga a jornadas interminables y muy duras a otros pobres. 

Además trata infantil, matrimonios forzados, prostitución y explotación sexual, son otras formas de esclavitud que no se han erradicado. Quizás no tengan que ver con las prácticas que se desarrollaban allá por los siglos XVI y XVII, pero comparten con ellas el odio y la podredumbre en el comportamiento humano, porque uno se considera superior al otro y se cree poseer el derecho supremo de aquél al que considera inferior. 


Esclavos del tiempo…

Y sin dejar de pensar, pensemos en el tiempo que nos ocupa el propio tiempo, del que somos cada vez más esclavos. Alabamos la necesidad de conciliar, pero a la vez miramos el móvil cada dos por tres tratando de estar informados cada segundo. Compramos sin medida ni cuidado. Y nos quejamos de que llegar a fin de mes, pagar el alquiler o la hipoteca y no vivir donde nos gustaría, no nos hace felices del todo. 

No solo el tiempo sino las condiciones de vida que tenemos (que ya las quisieran muchos), no nos aportan felicidad y nos mantiene atados. Esclavizados, robándonos cada vez más energía que podría emplearse en mejorar con pequeñas acciones cotidianas el mundo en el que vivimos y el que dejaremos a las generaciones que nos siguen.

El grupo de música Gatillazo en su canción «Esclavos del siglo XXI» lo describe a la perfección: “Un trabajo de mierda / Una casa pequeña /  Un amor aplastado / Por impuestos y deudas / Unos niños preciosos / Aprendiendo en la escuela / La vida de los esclavos en el siglo XXI«.


Y de la tecnología…

En nuestro día a día también somos esclavos, con nosotros mismos incluso.  Estamos atados a un teléfono móvil sin apenas darnos cuenta. Un dispositivo inteligente que ya controla los pasos que damos al día, los lugares por donde caminamos o pasamos, las horas de conexión o a quién escribimos y con quién nos relacionamos. 

En la última década nos hemos esclavizado a la tecnología y casi sin percatarnos, ya la tecnología nos domina. Para algunos la vida es más sencilla con ella. Otros la tienen denostada, intentando amarrarse a una normalidad que hace más de diez años podría ser normal, pero que hoy no lo es tanto. Y tanto unos como otros, mantienen la vista fijada en el uso que se hace o que no se quiere hacer de esos dispositivos electrónicos que, como dice aquél “han venido para quedarse”. 

Lo que no estamos teniendo en cuenta en cada uso o negación que hacemos de ellos es que para su fabricación, miles de niños han sido explotados. Trabajan muchas horas para construir esas pequeñas piezas, muchas de ellas elaboradas a base de minerales como el coltán, para cuya extracción algunos llegan incluso hasta la muerte. 

Nos esclavizamos esclavizando a otros. No los vemos pero sabemos de ellos. Lo admitimos y continuamos consumiendo como si no ocurriera nada detrás de esa maraña consumista: textil, tecnología, información, redes… ¿Qué más nos da? Nos hemos puesto al servicio de otros y tras ello, miles de personas trabajan a deshoras para proporcionarnos ese bienestar. Y con todo, seguimos diciendo que no somos felices. ¿Merece todo esto la pena?


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