Se habla mucho del síndrome del «burnout’». Es el síndrome de aquellos que se sienten “quemados”, hastiados o que han llegado al límite de su paciencia. Pero poco se habla del llamado síndrome del cuidador. Es el síndrome del cansancio y agotamiento extremo que sufren todas aquellas personas que se ocupan día tras día de cuidar a enfermos, dependientes, ancianos. Los que cuidan que todo esté bien para todos aquellos que necesitan cuidados.
Se manifiesta como un desgaste físico, psicológico y de la salud en general provocado por el cuidado constante y continuo de un enfermo. Suele aparecer en aquellas personas que se ocupan del cuidado de enfermos, por ejemplo de Alzhéimer, pero también puede darse con cuidadores de enfermos que padecen otras patologías, enfermedades crónicas, mentales o de dolencias que se prolongan en el tiempo y no tienen un tope para la cura. Al menos, a priori.
Suele presentarse como un trastorno. Se da en las personas que asumen el rol de cuidador principal. Aunque al final, acaba afectando a todo el entorno del enfermo ya que éste se siente cuidado pero el cuidador también necesita que lo cuiden. Y al no encontrar ese apoyo o ese cuidado, cambia su carácter. Su manera de ver el mundo y hasta su energía. Esto le impide hacer sus tareas de la misma manera o con la misma eficiencia que hasta ahora.
El síndrome del cuidador fue acuñado por primera vez por el psicólogo estadounidense Herbert J. Freudenberger. Describió los amplios síntomas que aparecen en torno al agotamiento profesional e incidió en la importancia de fijar la vista en el síndrome del «burnout». Y es que, el síndrome del cuidador afecta tanto a nivel psicológico como a nivel físico. Es también conocido como “fatiga de compasión». Se ha observado que en los últimos tiempos afecta a profesionales sanitarios pero también a madres de familia y otros familiares que se ocupan del cuidado de los demás.
El cuidador también necesita apoyo y cuidados
Aunque no existe un perfil concreto y determinado, pues muchos y muy variados perfiles pueden responder a la llamada del cuidador, sí que se percibe que por lo general, quienes más afectados se ven por este síndrome del cuidador suelen ser mujeres de mediana edad que tratan de compaginar con total normalidad (a priori) sus tareas y responsabilidades cotidianas con las que surgen por el cuidado de familiares. Esperan ser ayudadas por su entorno y al no encontrar ese apoyo que pensaban, van desgastándose poco a poco. Su alegría se va agotando y entran en una espiral de estrés y ansiedad de la que muchas veces es muy complicado salir si no se cuenta con ayuda profesional. La intensidad del síndrome varía en función de lo solo que se sienta el cuidador: a mayor aislamiento, mayor gravedad del síndrome.
¿Qué sienten los cuidadores que no se sienten cuidados? Pues estrés, irritabilidad, dificultad para conciliar el sueño y descansar, dolores, pérdida de interés por tareas o situaciones cotidianas o que antes les producían alegría, falta de concentración, altos niveles de ansiedad, poca receptividad, reacción exagerada a cualquier crítica y, por lo pronto, dificultad para las relaciones interpersonales, incluso con las personas de su entorno más cercano, que son, generalmente, las primeras que acusan estos cambios de comportamiento y carácter.
Prolongado este síndrome en el tiempo puede provocar en quien lo padece problemas en el sistema inmunológico, dolores de cabeza y cefaleas constantes, problemas respiratorios o alteraciones cardiovasculares. En casos más extremos: falta de apetito, dolores musculares que acaban cronificándose, vértigos, alergias o depresión.
El mindfulness o la psicoterapia trabaja desde hace algún tiempo para tratar de solucionar o limar los síntomas a todas las personas que se sienten poco cuidadas o que acusan alguno de estos síntomas por padecer el síndrome del cuidador. Quizá la cada vez más escasez de “tribu” (sobre todo en el ámbito urbano) hace que las personas se sientan más solas que nunca. Máxime si además se ocupan de cuidar a los demás.
Fijémonos en quienes tenemos cerca. Tratemos de mirarlos más a los ojos y menos a lo que hacen o dejan de hacer. Muchas veces, el brillo de su mirada nos dice mucho más que las palabras. Porque puede que estén pasando un mal momento, que se sientan en bucle o que necesiten exteriorizar aquello que les están provocando más dolores de cabeza. Acerquémonos a quienes tenemos cerca y no permitamos que la distancia marque el resto de nuestras vidas. Demos entonces un paso adelante, incluso a un espejo, y miremos más a los ojos. Tal vez tú mismo necesites observarte y ver si estás pasando por un túnel negro o solo se trata de un poco de descanso.