Una persona egoísta no es alguien que padezca un trastorno de la personalidad. Simplemente es una persona cuya actitud hacia los demás tiende a cerrarse porque prefiere atender a su interés. Actúa en beneficio propio. La RAE dice que el egoísmo es el ”inmoderado y excesivo amor a sí mismo, que hace atender desmedidamente al propio interés sin cuidarse de los demás”. Pero quizá esta definición tan extensa nos puede llevar a pensar que alguien egoísta es un melómano o un narcisista, pero ya hemos comentado que no estamos hablando de un trastorno sino únicamente de un comportamiento. Es algo temporal o puede ser algo momentáneo. Pero cuando se prolonga en el tiempo y se convierte en algo crónico, sí puede acabar derivando en una alteración de la personalidad del individuo.
Todos conocemos a alguien que es más egoísta que los demás. Y de hecho en ocasiones también nosotros mismos nos hemos acusado de ser poco egoístas o demasiado egoístas sin más. Nunca el egoísmo cae a gusto de todos, como la lluvia. En Psicología por ejemplo, se diferencia entre el egoísmo moral, el egocentrismo, el egotismo o el comportamiento asocial. Unos y otros comparten una misma raíz: el deseo de contentarse a uno mismo por encima de darse a los demás. Eso sí mantienen diferencias que son esenciales para saber diferenciar cuando alguien es egoísta por comportamiento y cuando esto se convierte en algo patológico.
Pero ¿qué caracteriza al egoísmo? Los expertos inciden en que las personas egoístas no suelen mostrar en público sus vulnerabilidades ni sus puntos flacos. Simplemente quieren permanecer en la superficie como seres que no se equivocan. Personas que no fallan y que tampoco piden ayuda si lo necesitan porque eso haría que se quedasen al aire libre sus debilidades.
Las personas egoístas no admiten críticas, ni siquiera las constructivas. Consideran que cualquier comentario o consejo que tienda a tratar de mejorar sus actuaciones es realmente un ataque. Además suelen defenderse a base de ironía con lo que se hace complicada la ayuda. Es más no suelen escuchar a los demás. Obvian cualquier interferencia sobre sus actos. Y van hacia adelante con aquello que hacen o dicen sin mirar para los lados porque están convencidos de que nadie se interpondrá en su camino. Para ellos su camino es el correcto. Además los egoístas se creen merecedores de todo, aunque no les haya costado nada conseguirlo.
El egoísmo tiene un punto clave: la exageración. Así las personas que muestran comportamientos egoístas tienden a exagerar aquello que dicen, les ha ocurrido o hacen. Para que nadie tenga la osadía de poder ponerse a su nivel. Les gusta ser el centro de atención, aunque a veces pretendan pasar desapercibidos y esconderse en sí mismos o alrededor de su propia sombra, para que nadie se meta en lo que hacen, dicen o tienen pensado realizar.
Los egoístas tienen también su punto contradictorio: van hacia adelante con sus cosas, pero no les gusta demasiado arriesgarse. Si siguen su camino allá donde quieran llegar es porque saben a ciencia cierta que la meta es segura. No podrían de otra manera, admitir ningún error porque eso les convierte entonces en vulnerables.
¿Somos egoístas por naturaleza?
En la infancia, entre el nacimiento y los primeros seis años de vida, las emociones se están forjando. Los niños aprenden lo que es el miedo, la alegría, el enfado y la empatía. No le ponen nombre a todo aquello que experimentan y sienten. Y se denotan ciertos comportamientos egoístas para defender lo poco que poseen: un juguete, un columpio, una zona de la casa o la presencia de un progenitor. Sin embargo a través del ejemplo de aquellos que los rodean, pueden aprender que quizá esa defensa a ultranza de lo que tienen entre manos, sin compartirlo con el de al lado, puede llegar a ser un comportamiento egoísta. Van aprendiendo que es casi más satisfactorio compartirlo que quedárselo.
Luego a medida que crecemos y nos desarrollamos, nos damos cuenta que todo aquello que pensamos y hacemos, pueden tener consecuencias sobre nuestro alrededor. Tenemos conciencia de la comunidad en la que vivimos y de la que somos parte. Y como seres vivos, cambiamos, por lo que siempre hay posibilidad de enmendar errores o de con fraternizar con aquellos con los que alguna vez nos hemos llegado a comportar de manera egoísta.
Sin embargo los seres humanos solemos ser egoístas por naturaleza. Aunque no lo expresemos continuamente, siempre nos queda algún rescoldo de esa sensación placentera pero momentánea que supone hacer algo por uno mismo. Aunque no sea egoísta del todo, siempre que nos cerremos en nosotros mismos y no miremos más a nuestro ombligo, el egoísmo pasará de nivel. Y si el comportamiento se hace continuo, quizá acabemos siendo egoístas patológicos.
La clave está en valorar si ese comportamiento que anteponemos para sentirnos bien o para tratar de autocuidarnos y de otorgarnos el valor que consideramos que tenemos, no daña a quienes tenemos alrededor. Porque en el momento en que nos convertimos en el centro del universo, estamos dejando pasar a esa pizca de egoísmo que puede que nos convierta en egoístas patológicos.