LA CABINA

Ya no quedan cabinas. El teléfono móvil ha cambiado nuestras vidas. Contratamos un paquete que incluye línea fija, wifi, televisión y mil cosas más pero el teléfono fijo no suena. O suena nada más si alguna compañía telefónica quiere darte la tabarra con una oferta. Incluso si te llama un amigo, un clásico, te llama al fijo y te envía sms porque no utiliza el whats. Antes nos sabíamos de memoria todos los números. Ahora lo tenemos todo a un clic en la agenda del móvil y con dificultad nos acordamos del nuestro. Y qué decir de las guías telefónicas, tan útiles para tantas cosas. Yo incluso hice con ellas y una polea la rehabilitación de una operación de rodilla.

Estaban las cabinas de la calle, en las que podías entrar y cerrar la puerta convirtiendo el espacio en una suerte de confesionario en el que nadie te escuchaba. Si te alargabas porque andabas pícaro con la novia hasta se formaban colas de malas caras y bronca a la salida. Ya no quedan cabinas pero yo cada sábado veo una. Acudo semanalmente con puntualidad cabal a la cárcel de Valdemoro a visitar a un amigo que está encerrado allí.

Las cárceles no le interesan a nadie y los seres humanos allí encerrados tampoco. Es como la inmigración. Al personal le trae todo al pairo mientras no tenga el problema dentro de su casa y quede a distancia suficiente de la puerta de su domicilio para no tener que verlo y que el olor de la porquería no le alcance. Puede hundirse el mundo ahí fuera que mientras a mí no me alcance, ni tan mal.

Cuando llego a la cárcel de Valdemoro cada sábado primero he de esperar media hora en una sala inhóspita a que me tomen la filiación, junto al resto de visitantes. En esa sala ya huele a cárcel que es un olor especial y especialmente desagradable. En las cárceles las paredes son grises o verde pálido. Se me había olvidado decirles que en las prisiones todo el sistema está organizado para que nada le resulte sencillo a quien acude a visitar a un preso. Pero como a nadie le importa una higa lo que sucede dentro y lo que le sucede a los internos, pues a los familiares o amigos que van a visitarles que les den también. Cada sábado tomo asiento en la misma silla, delante de la cabina. Es de las que un día fueron modernas, está colgada de la pared y se utiliza con una tarjeta de Movistar.


La cabina y la llamada al pasado

Todos los sábados pienso en levantarme y hacer una llamada a mi pasado pero no tengo tarjeta. Como tengo oído de tísico y soy curioso por naturaleza, presto atención cuando alguien se lanza a la cabina. Siempre es en sábado, siempre es entre 9,30 y 10 de la mañana y nunca encuentro sentido a esas llamadas. Todos los que estamos esperando en esa sala nos conocemos ya y sabemos a quien vamos a visitar. A todos les extraña que un periodista que sale en la tele acuda cada sábado a ver a su amigo. A esas horas de la mañana, los que emplean la cabina a la prisión no llaman porque están a punto de ver al preso al que visitan y porque a los presos no puedes llamarles.

Normalmente llaman a algún familiar y despierta mi atención que no lo hagan a la salida para contarles como le hayan visto. Un día una asidua, una mujer entrada en años, negra con cabello muy rizado, subsahariana, mantuvo una conversación larga con el pariente. En la voz de esa mujer, parecida a la de Nina Simone si cantara, encontraba yo concentrado el dolor de toda Africa. Y eso que no entendía nada de lo que decía. Una vez que nos han tomado la filiación a los visitantes y han comprobado que no llevamos explosivos, droga o armas, pasamos a otra sala, más inhóspita aún, y allí esperamos entre 40 y 50 minutos más. Incomprensible. Pero en esa segunda sala no hay cabina y la echo de menos. Si la hubiera y yo tuviera la dichosa tarjeta de Movistar algún día habría llamado a alguien, al teléfono fijo, claro. 

Yo la cabina de la cárcel de Valdemoro la cuidaría como cuidan en Londres sus cabinas, icono de la ciudad junto a los bobbies. En la cárcel de Valdemoro hay cabina pero en vez de bobbies hay funcionarios que así en general no son la amabilidad personificada. Y me llama la atención que frente a la puerta de la cárcel hay tres chaletacos en los que residen dos subdirectores y José Antonio Luis De la Iglesia. El director, el alcaide, el que manda en el talego, que estaría bien que además se ocupara de los presos pero a él se la bufan, como a todos. Sus magníficas viviendas están bien protegidas.

Y al final, una vez que hemos dejado la cabina atrás, nos meten en los locutorios, acristalados, donde no están los presos que tardan casi otra media hora en llegar. Absurdo, sí, pero real. Llegan y entra cada oveja con su pareja. Y aquello es un festival de ojos llenos de ganas de verse y de manos presas que chocan cristal por medio con otras manos libres. Un festival de manos, decía, todas ellas con mucha biografía que buscan otras manos, pero dan con el cristal y allí queda la marca. Los presos son un número, una cifra. Muchos de ellos cuando no están presos los están buscando y algunos de ellos, como escribió Rafa Chirbes: “se hicieron ricos para disfrutar de la fortuna en una celda rodeados de psicopatas, asesinos de género, matones rusos y chaperos de polla 22”.

Bueno, y los hay digamos “normales”. Gente que un día cometió un error y termina en Valdemoro, o en Ocaña, o en El Dueso, encerrado. Y ese ácido disolvente que es el tiempo no corre. Allí los días son noches oscuras. Y las noches son pesadillas que te conducen al día que es una noche oscura. Algunos sueñan con irse y algunos al final se van, y otros se atrevieron a irse cuando no tocaba, pero se largaron y rápido les pillaron de nuevo.

Cuando estamos allí en los locutorios, todos tenemos cara de que nos matan al final de la película. La película que termina cuando un funcionario avisa de que aquello se ha acabado y hay que irse. Yo me voy a casa y mi amigo, que se llama Alvaro, vuelve a su módulo, a su chabolo, que es como se denomina a las celdas. Le imagino de regreso al día que es una noche oscura. Y sin cabina porque los presos no tienen cabina. Tienen un teléfono común desde el que pueden hacer diez llamadas a la semana de cuatro minutos cada una, que han de pagar a precio muy excesivo. Y me subo al coche de regreso a Madrid. Pienso en los míos, y les digo queredme, amadme mucho cuando menos me lo merezca, porque será entonces cuando más lo necesite. 

Y ahí se queda la cabina de la cárcel de Valdemoro, que no se mueve. No la quitarán porque si los presos no le interesan a nadie, imagino lo que le interesará a Movistar la cabina de Valdemoro, aunque hayan quitado ya todas las de la calle. Y durante la semana recuerdo esa cabina. Mercero habría hecho maravillas con la cabina de Valdemoro con López Vázquez. Yo llamo a mi pasado cada sábado y hablo con él. Siempre está. Aunque no utilice esa cabina que aún existe. Tengo el pasado resuelto, y nunca me falla los sábados junto a la cabina.


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