EL FISCAL GENERAL DEL ESTADO, A JUICIO

El Fiscal General del Estado

El juicio al Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, es el símbolo perfecto de la degradación institucional que atraviesa España. La figura que debería encarnar la máxima garantía de legalidad y velar por la persecución de los delitos se sienta hoy en el banquillo acusado de haberlos cometido. El contraste es insoportable. Y lo más grave: lejos de asumir responsabilidades, García Ortiz se aferra al puesto como si se tratara de un botín personal, prolongando la agonía de credibilidad de la justicia española.

La situación no solo es un escándalo, sino un síntoma. La justicia en España arrastra un problema estructural: la falta de independencia real respecto al poder político. No hace falta recordar aquellas declaraciones de Pedro Sánchez, cuando en una entrevista radiofónica, con desparpajo y sin pudor alguno, reconoció que la Fiscalía “depende del Gobierno”. Una confesión que en cualquier democracia madura habría supuesto un terremoto político y dimisiones inmediatas, pero que aquí quedó sepultada bajo la costra de esta normalización abominable en la que vivimos. Ese “lapsus” verbal no fue un error, fue una verdad incómoda que dejó al descubierto el carácter tutelado de la Fiscalía.

El Fiscal General del Estado, que siempre lo fue del Gobierno

En este contexto, no sorprende que un Fiscal General nombrado a dedo por el Ejecutivo se resista a dimitir pese a verse arrastrado a los tribunales. La obediencia política, los equilibrios partidistas y los intereses cruzados han convertido la Fiscalía en una extensión del Gobierno más que en un pilar independiente del Estado de Derecho. Y cuando el máximo responsable de la institución se ve sentado en el banquillo por gravísimos delitos, el mensaje que se transmite a la ciudadanía es devastador: que la justicia no solo está sometida al poder político, sino también contaminada desde dentro.

El caso de Alvaro García Ortiz debería marcar un antes y un después. Si España aspira a ser una democracia sólida, la Fiscalía no puede seguir funcionando como un apéndice del Gobierno de turno. Urge blindar la independencia del Ministerio Público y establecer mecanismos que garanticen que su máximo responsable no deba su lealtad a quien lo nombra, sino únicamente a la ley y a los ciudadanos.

Mientras tanto, el espectáculo es desolador. El Fiscal General en el banquillo y todavía en el cargo. La confesión presidencial sobre la dependencia política de la Fiscalía normalizada. Y una ciudadanía cada vez más convencida de que la división de poderes en España no es más que una quimera retórica.

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