Parece mentira como una sola letra combinada de una manera o de otra dentro de una misma palabra, puede arrojar significados diferentes. Porque aunque ambos términos tengan que ver con intangibles del carácter o la predisposición de una persona, aptitud y actitud no se refieren a lo mismo. La actitud está muy relacionada con nuestra personalidad. Se refiere a la capacidad que tenemos para enfrentarnos a las situaciones, para resolverlas. Es la forma en que hacemos las cosas, la predisposición que tenemos hacia ellas. Si somos capaces de ver el vaso medio lleno o medio vacío. Incluso si el vaso se nos desborda o solemos optar por verlo tan seco, que casi nos cuesta seguir mirándolo. En ella suelen influir diferentes factores: desde los biológicos hasta otros adquiridos. También nuestras creencias, nuestras emociones y la manera que tenemos de actuar según vamos recibiendo estímulos.
Sin embargo, la aptitud es otra cosa. Habla de la habilidad para hacer algo. Es la capacidad. En ella no entra tanto en juego el carácter sino la destreza que nos sale cuando vamos a emprender alguna acción. En su caso, poder es poder. La actitud -con «c»- respondería más al mantra contrario: el de “querer es poder” porque ya estaríamos hablando de ganas, de fuerza, de coraje… de las diferentes formas de enfrentarse a la vida.
Entender la diferencia que existe entre ambos conceptos es algo muy valorado para los reclutadores que se dedican a los llamados recursos humanos. Porque ello les va a ayudar a escoger al mejor de los candidatos cuando existe una oferta de empleo. O cuando simplemente se está buscando ampliar el equipo de trabajo en una empresa. Si embargo se nos olvida que, ya no como posibles candidatos a un trabajo sino como seres humanos, saber diferenciar actitud de aptitud nos ahorrará muchos quebraderos de cabeza en nuestro día a día. Es decir, en nuestro mayor trabajo que es simplemente vivir.
¿O es que para proponerse caminar cada día los 10.000 pasos que recomiendan para llevar una vida saludable no es echarle ganas? Sustituyamos los 10.000 pasos por tomar alimentos sanos. O beber agua o sonreír más. Al final, todo es cuestión de ganas y de predisposición pero también de capacidad. Lo que ocurre a veces es que nos escudamos en esas destrezas que pensamos que no tenemos, en ese “no puedo” que gobierna el 100% de nuestro tiempo, para abandonar, tirar la toalla y conformarnos con vivir en la simpleza y en la falta de esfuerzo. Porque pensamos que ya bastante hacemos con levantarnos cada día, como para también estar esforzándonos por hacer cosas que creemos que no somos capaces de hacer.
Y sin embargo no somos del todo conscientes de lo fuerte que es nuestro cerebro. Que muchas de las cosas que pensamos que no podremos hacer, son solo barreras que nos hemos colocado delante porque pensamos que así nos ahorraremos las energías que vamos a necesitar para otras tareas. Si de primeras nos ponemos límites, probablemente esos límites acabarán por incapacitarnos.
Actitud y aptitud caminan de la mano. Y forman parte de la personalidad de cada uno. Si una predomina más que la otra, se descompensa la balanza. Por tanto, una combinación perfecta entre las dos, facilitará el equilibrio. Ese que tanto ansiamos cuando estamos perdidos. Aquel que nos permite mirar al futuro con mayor o menor grado de optimismo. Si a la vida le ponemos actitud, la aptitud vendrá de su mano. Y si aun poniéndole actitud, nos damos cuenta de que seguimos sin ser capaces, nos quedará el regusto de que al menos lo hemos intentado. Tenemos actitud para caminar, caernos y volver a levantarnos. Constancia que llaman algunos. “Pico-pala” que prefieren decir otros. No tener aptitud no implica que tengamos que abandonar, porque siempre nos quedarán las ganas. Y al final está demostrado que eso es el mayor motor que podemos tener en nuestra vida.