Parece un juego fácil al que cualquiera puede jugar bien. Un campo rectangular, dos porterías, cuatro esquinas, once jugadores cada equipo, un árbitro y 90 minutos por delante. Pero no. El fútbol es mucho más que eso. Y en el caso de Diego Maradona «El Diego» era un arte, y él era el artista que nunca habíamos soñado. Jamás nadie ha manejado la pelota con los pies como el Diego. Y como el fútbol es una pasión para quienes lo amamos y lo seguimos, el Diego es un símbolo porque ha sido el mejor jugador que nuestros ojos hayan visto y vayan a ver en muchos años porque genios salen pocos.

Conozco Villa Fiorito, la villa miseria en la que nació. Para salir de ahí y llegar a donde llegó el Diego hay que ser muy bueno, tener un par y laburar mucho en lo suyo. El salió convencido de que no tendría que volver, y con el sueño de poder comprarle una casa a sus padres. Pero Diego no sabía, cuando peloteaba por el barro de las calles de Villa Fiorito, que en realidad él era napolitano.

Recuerden 1980, terrorífico terremoto. Nápoles, ya ciudad no excesivamente rica, quedó convertida en una ciudad enferma de pobreza, donde no había trabajo, solo miseria y además, con la Camorra controlándolo todo. El fútbol, su equipo el SCC Napoli, era la única válvula de escape, pero el fútbol en Italia era cosa de los equipos ricos del Norte que además fichaban a todas las estrellas mundiales.

Pero un día, llegó a Nápoles un chico pequeño, quizá con apariencia de estar un poco gordo, con el pelo rizado, y Nápoles explotó de alegría y comenzó a venerarle porque él era su esperanza para acabar con la hegemonía de los equipos ricos del Norte, Milán, Juventus e Inter, apoyados por una jerarquía político/deportiva/mafiosa que les favorecía sin que lo necesitaran. 

El Diego fue recibido en el estadio por 80.000 personas, las que acudían los días de partido grande. O sea, no hay entradas, campo a reventar. El recién llegado les prometió que iba a ser la mejor versión de Maradona y que les iba a ser leales hasta llevarles al triunfo que no conocían. El Diego era un rockero del balón, y era lo que en Argentina llaman “canchero”.

Saltaba al campo y era un prodigio de inteligencia, habilidad, talento y magia. Y cuando disparaba, con todas sus habilidades en la cancha, conseguía que sus seguidores fueran felices, soñaran y tuvieran claro que sus sueños se iban a cumplir gracias a él. Porque sus sueños eran ganar la Liga que jamás habían ganado, ganar un título europeo y acabar con el dominio de los equipos del Norte. Sí, esos equipos que les recibían con aficionados que gritaban: “lavaros, cerdos napolitanos. Vesubio, lávales con fuego”, y otras perlas similares. Y El Diego, cuando salía a los estadios del Norte y escuchaba los insultos, se ponía a mil, y solo deseaba hacerlo bien para que los napolitanos tuvieran su venganza particular.


Un genio y una vida nada ejemplar

En Argentina es un prócer, como Evita o Gardel. Y muchos no han entendido por qué ha sido despedido con honores y con las masas enfervorecidas en las calles. Y muchos han salido a la palestra recordando que su vida no fue ejemplar. No. No lo fue. El mismo dijo a un periodista que se lo reprochó: “la gente que no busque en mí, ejemplo, que el ejemplo lo busquen en sus casas”. Yo con los genios me quedo con su obra, no con su vida. Si disfruto de un Picasso no me pongo a repasar su biografía. Si leo a Cela no investigo sus andanzas. Y en este caso además, la vida de Maradona sí tiene un ejemplo: lo malas que son y el daño que hacen las drogas.

Como ha escrito mi entrañable y admirado amigo Jorge Valdano que ganó un Mundial junto al Diego: “aquellos que arrugan el rostro pensando en el último Maradona, con dificultades para caminar, problemas para vocalizar, abrazado a Maduro y haciendo de su vida lo que le daba la gana, harán bien en abandonar esta despedida mía, que abrazará al genio y absolverá al hombre. No van a encontrar un solo reproche porque el futbolista no tenía defectos, y el hombre fue una víctima. ¿De quien? De mí. O de usted, por ejemplo, que seguramente en algún momento le elogiamos sin piedad”.

Todos lo sabíamos. Yo desde que su entrenador personal dijo un día: “yo con el Diego me voy al fin del mundo pero con Maradona ni a la vuelta de la esquina”. Así es, pero fue Maradona el que logró que el Diego saliera de Villa Fiorito. Maradona hizo lo que le vino en gana, y bien que lo pagó. Fue el pichichi del éxtasis futbolístico, campeón mundial, y pichichi también del desorden absoluto, el desvarío y el delito.

En Barcelona descubrió la cocaína. Y después de que Goikoetxea le partiera el tobillo se cansó de cerrar el «Up and Down» y otros garitos de una noche loca que no paraba. El Diego era un hombre solo y bueno al que acompañaba Maradona, un puto desastre. En Nápoles, Diego se sentía un poco solo y Maradona pronto hizo amistad con los Giuliano, los jefes de la Camorra que le calaron rápido. Ellos le proporcionaban la merca y las putas y claro, al final le traicionaron y le extorsionaron.

Un napolitano nacido en Villa Fiorito, sin herramientas culturales, multimillonario, era propicio para acabar aplastado por los mafiosos que controlaban la ciudad. Tenía devoción peligrosa por las rubias, bebía, consumía cocaína y la liaba allí donde iba, bien tirando de zurda o utilizando su estilo gansteril. Frecuentaba los puticlubs de la zona Sur de Nápoles, la más destrozada por la miseria, y las discotecas de jaleo fino y lujo.

Calamaro le escribió una canción en la que decía “Maradona no es una persona normal”. No. No lo era. Y como tantos otros genios de cualquier cosa, gastaba un séquito indescifrable. Maradona nunca se curó de la coca y el alcohol. Maradona ocupa un lugar en una estirpe de genios salvajes entre los que hay pintores, músicos, poetas y, como dice mi hermano Ángel Antonio Herrera: “otras criaturas no adictas al Solán de Cabras precisamente”.

El enano Maradona, “barrilete cósmico” le decían, era un Diego gigante. Y luchó como un jabato contra los políticos mafiosos del fútbol. Estos no pudieron comprarle. Porque el Diego quería que el fútbol solo fuera fútbol, quería que el fútbol siguiera siendo un juego en el que gana el que sabe engañar, el que mira para un lado y en un instante quiebra el paso y sale por el otro. Y no creo que porque él fuera justo, sino porque quería que únicamente contaran el balón y los jugadores, sabiendo que él era el más grande. 


El Diego y Messi ¿su posible sucesor?

En Argentina siguen buscando un sucesor pero no hay ninguno a su altura. Lionel Messi nunca lo estará. No es napolitano ni nació en Villa Fiorito, y no tiene el talento y el manejo de la zurda de El Diego. Fernando Signorini, entrenador de Maradona, cuenta en un libro una anécdota que retrata a Messi y a El Diego.

Maradona era seleccionador de Argentina. Estaban entrenando en un momento, Lionel puso la pelota mirando hacia el arco, un poco sobre la izquierda y cuando le pegó, su remate se fue lejos por arriba del ángulo de la mano derecha del portero, Juan Pablo Carrizo. Messi hizo un gesto de fastidio y como enfiló al vestuario, le salí al cruce. «Décime una cosa, ¿un jugador como vos se va a ir a la ducha con esa porquería? Dejate de hinchar las bolas. Agarrá una pelota y volvé a intentar».

Maradona que escuchaba la conversación de cerca, tomó al delantero del Barcelona por el hombro y le dijo: «Leíto, Leíto, Leíto, vení, papá. Vamos a hacerlo de vuelta. Poné la pelota acá y escuchame bien: no le saqués tan rápido el pie a la pelota porque si no ella no sabe lo que vos querés». Entonces Messi la acarició con la zurda y la clavó en el ángulo y Messi se le quedó mirando a Maradona con cara de admiración.

Nada más que añadir, señoría. Bueno, sí. Que es evidente. El Diego es el mejor de la historia. Y también es droga y mafia. Lionel Messi es un hogar con familia, dos hijos, buena piscina y un perro. El Diego tenía la identidad argentina y la napolitana, sus desmanes y su genio. Messi se crió en Rosario, se fue a Barcelona con 13 años y allí lo cuidaron, lo formaron y le llegó el éxito, pero no es canchero. Messi es pecho frío.

Maradona es Argentina y Argentina es Maradona. Messi no canta el himno argentino cuando suena y Maradona, cuando era capitán de la selección y lo escuchaba, cuando la afición rival silbaba el himno, él lo cantaba más alto y a la vez se dirigía a los que silbaban y les llamaba hijos de la gran puta, con los puños cerrados y girando las muñecas.

El Diego ha muerto. Viva El Diego. Solo me interesa su carrera, su magia, su arte. No me sumo al juicio popular que masacra a Maradona, ni me interesa su herencia, ni sus once hijos, seis no reconocidos. Me quedo con El Diego, ese niño que nació en Villa Fiorito con una pelota pegada a su pie izquierdo que se formó en “las siete canchitas”, el potrero de esa villa miseria.

Tenía el sello de lo popular marcado a fuego, en su forma de ser, en su forma de hablar, en su forma de moverse, en su vestir y en su estilo de jugar al futbol canchero de verdad. Me quedo con El Diego, con el que solo hablé una vez en un avión de Barcelona a Madrid donde charlamos de fútbol, claro está, y me cautivó. El Diego, el mejor jugador de fútbol que ha dado la historia de este deporte maravilloso. El Diego al que Maradona logró de sacar de Villa Fiorito. 


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