Artículo 3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona«.
La historia dice que en el momento de su redacción (1948), los autores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos tuvieron en su memoria los millones de muertos en los campos de concentración, las víctimas de la guerra mundial y los represaliados políticos. Era una época en la que el mundo más que un mundo en libertad, parecía un avispero. Han pasado ya decenas de años pero, sin embargo, la situación no es que haya mejorado demasiado: sigue habiendo víctimas de la guerra, enfrentamientos bélicos, armas, muertos, represaliados políticos y una creciente falta de libertad. ¿Y seguridad? Poca también y sobre todo según en qué país, zona, ciudad o barrio.
Todos tenemos derecho a la vida
¿Y el derecho a la vida? Todos tenemos derecho a ella, sobre todo cuando ya estamos vivos y nuestro derecho pasa por mantenernos así hasta que, efectivamente, morimos. Ninguno nos merecemos morir, ni siquiera por causas naturales. Tenemos derecho a seguir aprovechando este viaje que es todo un regalo de aprendizaje y experimentación. ¿Qué ocurre entonces con los bebés nonatos? Algunos colectivos provida alegan que se les quita el derecho a vivir en el mismo momento en que se autoriza la interrupción del propio embarazo.
Polémicas aparte, cabe analizar y pensar que también se nos está coartando el derecho a la vida cuando no existe un servicio médico adecuado, capaz de atender a personas enfermas que, finalmente, acaban perdiendo la vida porque no les atendieron a tiempo. ¡Ay, el tiempo, qué valioso concepto!
Y sobre este concepto amplio del derecho a la vida, Antonio Cançado Trinadade, abogado, jurista y juez de derecho internacional brasileño, afirmó en una ocasión que la “la privación arbitraria de la vida no se limita al acto ilícito del homicidio, sino que se extiende a la privación del derecho a vivir con dignidad”. Por tanto, también se coarta el derecho a la vida, cuando no se activan en una sociedad los mecanismos adecuados para hacer que alguien viva dignamente.
La pena de muerte también entra en esas pequeñas cosas, autorizadas por determinados Estados, que acaban con la vida de una persona por decisión judicial. Duro, ¿verdad? Aunque en algunos se alegue que se está defendiendo el derecho a la seguridad del resto de la población acabando con la vida de quienes en alguna ocasión atentaron contra ella.
¿Quién ha de tener la decisión final de que unos se merezcan seguir viviendo y otros no?, ¿el Estado? ¿las autoridades? Esos mismos que en otras circunstancias, países y sociedades, a la vez que enarbolan la bandera de la libertad y la democracia, deciden mediante acuerdos firmados en despachos abrir guerras y bombardear. Su firma autoriza acabar con otras miles de vidas inocentes que pasarán a ser daños colaterales de decisiones más grandes.
¿Nos falta libertad?
El artículo 3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos proclama la libertad. En su espectro más amplio. Sin embargo hoy la falta de libertad es evidente en determinados aspectos de nuestra vida. Muchas personas son encarceladas e incluso asesinadas porque no existe libertad de expresión allá donde viven o donde quieren expresarse. No pueden decir lo que piensan o ser y actuar como desean, porque en sus países no está autorizado.
Basta un ejemplo: en junio de 2020, Samuel Paty, profesor parisino, fue decapitado por un joven checheno de 18 años, al que posteriormente abatió la policía. El profesor, en una clase sobre la libertad de expresión, mostró una caricatura de Mahoma publicada en la revista satírica francesa Charlie Hebdo. Ésa fue su sentencia de muerte.
También lo fue para el doctor Li Wenliang, amonestado al comienzo de la pandemia por COVID-19 por tratar de alertar a la población de los riesgos que el virus podría tener en China. Su muerte, a comienzos de 2020, provocó que cientos de académicos chinos escribieran una carta al gobierno solicitando la protección de la libertad de expresión.
Pero si hablamos de libertad no podemos dejar pasar que desde el 24 de junio de 2019 las mujeres saudíes pueden conducir. El Estado lo autorizó no sin antes plantearse seriamente si las féminas estaban capacitadas para llevar un volante. En realidad no era falta de capacidad, sino de autorización porque lo tenían prohibido. Se les estaba apartando su libertad a sentirse libres al volante.
¿Y seguridad?
¿Vivimos seguros? De noche, en las grandes ciudades y en callejones estrechos, probablemente no andemos muy seguros. De camino a casa, desde el metro o suburbano, en un barrio relativamente tranquilo, cruzando un túnel, quizá tampoco estemos seguros del todo. ¿Y navegando por Internet?, ¿o comprando online?, ¿lo hacemos seguros? Tal vez no, sobre todo determinadas generaciones o llegados a una cierta edad, en la que la tecnología es más un obstáculo que un medio para hacernos la vida más fácil.
¿Nos sentimos seguros cuando nos sabemos vigilados por un dron de la policía surcando los cielos del lugar en el que vivimos? Piensen. Seguro que existen muchas más situaciones de nuestro entorno y nuestro día a día acomodado en los que la seguridad ha brillado alguna vez por su ausencia. O en los que la misma presencia de fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado tiene el efecto contrario.
Está bien, no se debe generalizar, pero la Declaración Universal de los Derechos Humanos es un alegato a la vida en general. A la seguridad, a la libertad… en general. Para todos y para todas. En todo momento y lugar. Por tanto, una generalización con un propósito tan bueno, requiere que se examine la generalidad también. Y ciertamente el artículo 3 tampoco se está respetando.