Muertos. La gente anda muerta por la calle. Lo digo en serio. Les cuelgan los brazos, caminan por inercia. Por el gesto, parece que están sumergidos en una nube gris donde se esconden sus vidas grises. No hay sonrisas, no hay vida en su caminar. No se hablan entre ellos. A veces, ni siquiera se miran, aunque vayan acompañados. Novios que no se besan. Amigas que no se ríen. Padres que no se molestan en hablar con sus hijos, y viceversa.
Culpar a la tecnología es perfecto: no piensa, no contesta, no se ofende. Esos aparatitos “inteligentes” se han convertido en el chivo expiatorio ideal. Nos embrutecen, nos aíslan, nos manipulan… y nosotros, pobrecitos, solo somos víctimas pasivas bajo una lluvia tóxica digital que nos empapa a todos por igual. ¿Responsabilidad personal? Ninguna. ¿Autocrítica, para qué? Es mucho más cómodo señalar hacia fuera que tener el coraje de mirar hacia dentro. Nos cuesta tanto admitir que somos cómplices complacientes de la decadencia. Cobardes pero, eso sí, muy modernos, muy adaptados a las nuevas tendencias y a las nuevas modas.
Y no. No nos mata lo que viene de fuera. Lo que nos mata es lo de dentro. Lo que no miramos. Aquello que evitamos. Somos unos pésimos arquitectos de interiores. Estamos muertos por dentro. Y punto.
Muertos quejosos
Muertos… pero enfadados. Nos quejamos, exigimos, protestamos por todo. Buscamos culpables con ansia: el gobierno, el sistema, los padres, los jefes, los móviles, el algoritmo, el clima. Pasamos, huraños, revista a nuestros traumas y carencias, inflamos los problemas hasta convertirlos en un dramón capaz de tumbar a un elefante. Cualquier excusa sirve con tal de no hacernos cargo de nuestra vida.
Parece que ya nada nos llena —quizá porque lo tenemos todo—. Nada nos motiva —porque las ganas están siempre cansadas—. Nada nos despierta la suficiente curiosidad —porque, supongo, también ella prefiere dormir la siesta—.
Hemos dejado de perseguir, de luchar, de soñar, de desear. Vivimos anestesiados por tanta nada. Vacíos de impulso, sin propósito, como si estuviéramos vivos por error.
Solo a veces —muy pocas— ves a alguien bailando dentro del coche, en mitad de un atasco infernal. Una mirada viva, cómplice, como de niño. Alguien que aún busca respuestas en ojos ajenos.
Un hombre o una mujer que camina con garbo, alegre. Como si, de verdad, tuviera ganas de llegar a donde va.
Unos novios que se comen a besos en un portal.
Unas amigas que no sonríen: ríen. De verdad.
Unos padres interesados —auténticamente interesados— en lo que su hijo les está contando mientras los mira a los ojos.
¿Y entonces?
Y entonces algo se agita dentro. Algo que reconoce esa vida… y la envidia. Porque la verdad —la más cruda— es que desearíamos ser el que baila, el que besa, el que ríe, el que escucha y el que habla. Aquel que ha dejado de prestar atención al pasado o al futuro para conquistar el presente. Sin embargo, dejamos que el tiempo pase como si tuviéramos todo el del mundo. Como si la vida fuera eterna. Como si no nos estuviera esperando, reloj en mano, con la cuenta atrás ya empezada. Como si la vida fuese una eliminatoria a doble partido en vez de una final.
Seguimos inmersos en este estado catatónico hasta que la muerte se asoma o la enfermedad nos pone contra la pared. Solo entonces, cuando la amenaza se vuelve real, despertamos. Solo entonces nos entra la prisa por vivir. Por amar. Reír a carcajadas. Comernos el mundo.
¿Puedo darte un consejo?
No esperes a saberte muerto para sentirte vivo. Y no te preguntes si hay vida después de la muerte. Pregúntate si hay vida antes de la muerte.