EN EL GULAG DE ORTEGA LARA

“Mientras desciendo por el pequeño agujero cilíndrico que da acceso a la mazmorra en la que estuvo enterrado en vida Ortega Lara, trato de imaginar lo que voy a encontrarme. Una vez que apoyo mis pies en un taburete, puedo girar la cabeza. Mi mirada se da de bruces con un agujero inmundo y desde el primer instante siento una humedad insoportable, percibo un olor hediondo, insufrible, que me llega hasta el cerebro y que me ha perseguido durante horas pese a que tan solo he permanecido ocho minutos en esta ratonera, y me ataca una claustrofobia que no conocía. Esto es mucho peor de lo que nadie pueda visualizar en la peor pesadilla.

Sorteo el cubo azul en el que los etarras guardaban las armas y los 25 millones de pesetas en metálico, alguna caja y un armarito de aseo con el cristal roto, traspaso una primera puerta de madera chapada, un angosto habitáculo y llego a otra puerta, que un día fue la de una nevera, forrada con un panel de corcho plastificado. Se abren los dos cerrojos de hierro oxidado que fijan la puerta que separa el zulo del mundo y frente a mis ojos tengo un habitáculo de 2,58 metros de largo, 1,85 de ancho y 1,95 de alto en el centro, su parte más alta. Fijo mi vista en las paredes. Tabillas de madera horizontales en los laterales y verticales en el frente, ennegrecidas, fijadas con tornillos rosca-chapa.


El agujero de Ortega Lara

Este agujero está metido en la tierra. Tras la madera hay una placa de fibra de vidrio, otra de corcho aislante, una lona verde y detrás, la arena mojada. Toco las maderas de la pared y aún están húmedas. Cuando despego las manos de ellas he de secarme frotándolas con mi pantalón, que queda impregnado de moho.

A través de un agujero que la Guardia Civil ha abierto en un rincón de la mazmorra percibo que este ataúd tiene como planta una chapa de hierro recubierta con las mismas placas de fibra y corcho y la misma lona verde de las paredes. Unas columnas de hierro con soldadura fijan el techo a los laterales y éstos, a su vez, al suelo. Doy dos pasos al frente y un tercero incompleto. Y se terminó el mundo de Ortega Lara. Sus paseos no daban para más en el gulag de ETA. Llego al fondo y me giro 180 grados. Miro de nuevo al frente y veo, a la derecha, la puerta de entrada al zulo. A la izquierda, la ya famosa trampilla abatible hacia fuera, construida con la puerta de un congelador, recubierta también de madera.

En el colmo de la más refinada maldad, los etarras le guardaban cada día a Ortega Lara un recuerdo innecesario: al abrir la trampilla por la que le entregaban el rancho junto a la bacinilla humillante, el único cordón umbilical de Ortega con el mundo, el secuestrado se topaba de bruces con el Bietan Jarrai, el siniestro anagrama etarra con el hacha y la serpiente enroscada. En el centro, pegada al techo, otra trampilla. Allí está colocado el foco halógeno, 13.000 horas encendido, y sobre él, un trozo de liviana y casi transparente tela negra enhebrada a un fino cordel para atenuar la luz. Pienso en Ortega. La noche llegaba cuando él decidiera: no tenía más que correr la siniestra cortinilla. Fantasía de prisionero.


Una mazmorra indigna

Junto al foco halógeno, un altavoz casero que sólo ponían en funcionamiento los etarras cada vez que abrían la trampilla. Al otro lado del foco, el ventilador conectado a las cloacas que enfriaba el infierno etarra. A la izquierda, la pared más húmeda, la más próxima al río, a menos de 20 metros. Junto a ella una mesa de tijera. La tabla superior, de contrachapado. Las borriquetas que la sustentan, metal oxidado, corroído por el agua sucia que puede con las paredes.

La silla de tijera que tenía Ortega Lara se la han llevado al Juzgado como pieza de convicción. La tumbona y la mesa siguen aquí, porque no caben por el cilindro que permite el acceso a este ataúd. Tuvieron que meterlas cuando estaban construyendo el zulo. Me sitúo en el centro del agujero, extiendo los brazos y yo, que soy pequeño, casi alcanzo con las yemas de mis dedos corazones ambos extremos de la mazmorra. Siento una enorme angustia. A la derecha, un póster de gran tamaño, ajado, en el que se observa a dos surfistas surcando olas quizá en las antípodas. El azul de mar está perdido. El agua que despide la pared ha podido con él.

Debajo, más pequeña, una fotografía de la Bahía de La Concha captada desde el Monte Urgull en un día de nieve. La isla de Santa Cristina y el Monte Igueldo blancos y el mar más negro que azul. Como camastro, una tumbona plegable cutre, de ínfima calidad, tres patas de hierro, por supuesto oxidado, y una tela vieja plateada. Me siento y ceden las patas inestables. Vuelvo a colocarla en su sitio, me tumbo y no hay forma de permanecer quieto un segundo sin perder el equilibrio. Me viene a la cabeza cuánto tardaría Ortega Lara en hacerse con ella, en controlarla para poder conciliar el sueño.

Y los restos de una tablilla que utilizaba a modo de estantería. Me cuenta un capitán de la Guardia Civil que, al bajar al zulo segundos después de sacar a Ortega Lara, le llamó la atención el orden en que se encontraba esta mazmorra indigna: “es increíble como ese pobre hombre tenía cada cosa en su sitio. Sus escasas pertenencias perfectamente instaladas. Imagino que le era necesario para sobrevivir pensar que estaba en su casa”. Bajo la marca de lo que fue la estantería del secuestrado, me impresiona una inscripción escrita con letra minúscula: “Ortega Lara estuvo aquí”. Conciencia de preso. Quizá un telegrama dirigido al siguiente inquilino del agujero.


Una soledad donde no se siente el mundo

Y miro al suelo. Piso terreno duro. Lo toco y está frío, y húmedo. Todo aquí es humedad. Sobre unas planchas de metal, los etarras que construyeron el zulo colocaron unas placas de tablex como las que se emplean en las traseras de cualquier armario casero. Y todo ello cubierto por un repugnante hule de sintasol simulando madera, que en las esquinas exhibe también moho blanco. Cierro los ojos. Me siento inmensamente solo. Tras haberlo vivido únicamente ocho minutos, pienso en las 13.000 horas que pasó Ortega Lara en este zulo y soy consciente de hasta qué punto el hombre puede ser capaz de soportarlo todo.

En esta covachuela del infierno etarra no se siente el mundo. No se vive bajo ningún cielo. La soledad es imponente. Esto no es un agujero oscuro y calentito, como el de Celaya en Tranquilamente hablando, en el que si miras hacia lo alto ves un poco de cielo, en el que puedes dormir, comer, soñar con Dios, rascarte, y el resto no lo entiendes. En este miserable y frío agujero no se puede entender nada. En este infierno frío la vida está prohibida. ¡Que certero Julio Iglesias Zamora!, al describir este infierno al que también él fue condenado sin juicio previo por ETA durante 117 días. Meter a alguien en esta tumba, dijo, “es como que te crucifiquen y luego, cuando ya estás clavado de pies y manos, te dan crema protectora solar para que no te quemes la cara”.

Y no te dan crema soplar, te aplican vinagre cada día en las heridas. Despertar en este infierno tras las dosis de tres mililitros de Dormicum que ETA aplica a sus víctimas para dormirlas es, estoy seguro, como sentir que has sido condenado a la muerte más lenta que la muerte admita.

El alma se te cae bajo los pies nada más traspasar el umbral de la lonja. Máquinas de todo tipo para trabajar el hierro, mugre, cajas de cartón, mugre, tornillos por los suelos, mugre, tornos, y más mugre, máquinas corta chapa, mugre, bombonas de aire comprimido, mugre, telas de araña en el techo, mugre, palés de carga, mugre, mugre y mugre. Mil metros de miseria en los que ETA construyó su cárcel del pueblo, ¡qué ironía!. La cocina de este infierno, en la que preparaban los alimentos de Ortega Lara, responde a lo que es el resto de la nave. 


Lara secuestrado en un infierno durante 532 días

Unas cuerdas con ropa tendida, restos de comida, botellas de vino a granel a medio consumir, una nevera sucia llena de alimentos congelados, botes de mermelada, todo sucio, llamativamente sucio. Me llama la atención el botiquín, por supuesto de hierro oxidado. En su interior, abundante esparadrapo, Canestén y Mycospor para los hongos que devoraban la piel de Ortega Lara, dos cajas de Nolotil, tiritas y un tubo de Dayamineral, un complejo que mezcla vitaminas, minerales y fosfato de calcio.

Y en la pared de esta repugnante cocina, un calendario del mes de mayo que ofrece la imagen de un joven con un niño negro en brazos y un ventanuco que comunica con la entrada de la lonja. Tras pasar tan solo ocho minutos en esta covachuela del infierno en la que cualquier mortal habría perdido toda esperanza, siento que una vez arrojado a este agujero, no habría tenido miedo a la muerte. Yo solo hubiera temido seguir vivo cada día.

(Escribí este artículo en El Mundo hace veintisiete años. Hoy 1 de julio se cumplen 27 años de la liberación de José Antonio Ortega Lara. Desde entonces, cada 1 de julio vuelvo a publicar este texto, para que no se olvide, porque leo que hay ciudadanos que no saben quién fue Ortega Lara, o que a la pregunta de quien fue te dicen: “Ah, ese fascista que apoya a Vox”. Estuvo secuestrado en este infierno durante 532 días. Mi desprecio infinito a ETA, que aún no ha pedido perdón por sus crímenes. Que aún no ha desaparecido. Mi respeto y admiración eternas a Ortega Lara, por aguantar este horror. No dejaré de recordarlo)


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