LA EXPLOSIÓN DEL REGAÑISMO

Antes del regañismo, hubo una época en que solo los padres, los profesores, los jefes y los policías tenían autoridad para corregir comportamientos presuntamente inadecuados del prójimo. Aunque, con el tiempo, incluso ellos empezaron a disfrazar sus órdenes de simples “sugerencias” para así seguir siendo respetados (y respetables). Fueron años en los que disfrutamos de una libertad cierta -hoy irreconocible-; podías hacer lo que te viniera en gana, dentro de un contexto ético y cultural razonable.

No es que entonces no se cometieran barbaridades, pero la gente normal —si es que existen, refiriéndome a aquellos que se comportan con civismo— podía tomar decisiones tan radicales como cruzar en rojo cuando no venía nadie o tocar un aguacate en el supermercado y devolverlo a su lugar al comprobar que estaba duro, sin que nadie le regañase por hacerlo. Recuerdo con nostalgia cuando los niños eran bienvenidos en los restaurantes. El personal no te asignaba la peor mesa. Y nadie los miraba con odio por simular el ruido de un coche mientras jugaban sobre el mantel. Incluso los bebés podían llorar de vez en cuando sin ser crucificados por el personal o la clientela. ¡Vamos, tolerancia en estado puro!

La pandemia trajo control y miedo

Con la llegada de la pandemia, el panorama cambió de forma radical. Los vecinos comenzaron a señalar a sus iguales sin piedad. Los que salían a pasear sin un perro eran objeto de críticas despiadadas; entre ellos se exigían pruebas de que en casa no quedara nadie para cuidar a los niños mientras uno se aventuraba a buscar un paracetamol a la farmacia. Todo se volvió control y miedo. Nos convertimos en policías del puro pánico. Supongo que fue porque, al no tener control sobre el entorno, controlar al otro se tornó en un consuelo extrañamente reconfortante, consecuencia inefable de nuestra libertad perdida.

Pero lo peor no fue la pandemia. Lo peor vino después, cuando nos convertimos en jueces de la vida cotidiana, juzgando cualquier suceso y a cualquier persona, pensando, estúpidamente, que así podríamos evitar ser juzgados. Adoptamos el regañismo como escudo y forma de pertenencia al ejército de inquisidores, generales de la tropa regañona: ojo por ojo, grito por grito, correctores de la corrección. En consecuencia, hoy vivimos encerrados en una gran cárcel, rodeados de agentes del orden ajeno. Un orden que no tiene más finalidad que ser el más celoso guardián de los valores y de las acciones que no son propias.

Un mundo de intolerantes

Sin ir más lejos, el otro día el guarda de seguridad de un banco me obligó a bajar el volumen del teléfono porque le molestaba la musiquita; también pillé a un señor muy fino regañando a mi hijo por jugar a la pelota frente a la terraza en la que él tomaba café, y lo hizo como si aquel parque infantil en el que alguien decidió instalar un quiosco-cafetería fuera de su propiedad. Y así es como hemos terminado viviendo en una burbuja de intolerancia que nos separa de lo que somos cada uno. Quizá por eso, de puro no aguantar a los demás, nos aguantamos tan poco. Quizá la solución sea pensar en un mundo donde los niños que vayan a los parques o restaurantes estén callados, enganchados al móvil; los aguacates se expongan etiquetados en vitrinas según su estado de maduración; los balones de fútbol queden siempre confinados en los maleteros de los coches. Hoteles y restaurantes solo para adultos (y mascotas, claro) y semáforos desérticos con gente esperando a que una luz les deje avanzar.

No hay marcha atrás. Se ha instaurado una cultura del juicio implacable y del toque de atención gratuito. Una en la que hay que simular que todo fluye mientras, de vez en cuando, regañamos a alguien para que todo parezca más dulce la próxima vez. Twitter ya no refleja la sociedad; es la sociedad la que ha adoptado la mala leche y la intolerancia de Twitter. Incluso la inteligencia artificial nos regaña si nos salimos del renglón porque el tono es “truculento”, porque tratamos temas que su cerebro superevolucionado considera inapropiados o por expresar algo incómodo para su delicado algoritmo. Entonces aparecen sus sugerencias, las recomendaciones de aquellos jefes de antaño que piden que suavices, diluyas, limes el filo.

El regañismo en redes sociales

Una devolución (supuestamente) inteligente que resulta ser una dulce mermelada en la que se recomienda dejar a remojo el cerebro. Invitar a flotar en gelatina, sin pensar. Eso sí, con la promesa de que obedecer las órdenes —todas, vengan de quien vengan— te hará sentir seguro y tranquilo. Solo te falta añadir un toque de atención a otro para que te sientas parte del circo. Cualquier cosa. Tú regaña a alguien con el tono serio, la mirada indignada y procura defender un valor universal (por más que la expresión sobre los valores parezca que está solo de moda entre los concursantes de La isla de las tentaciones).

Flotar. Eso es lo que debemos hacer porque pensar por uno mismo, defender lo que sientes, ser tolerante con los demás, ser libre, atreverse a salir del molde, está castigado. Es mejor juzgar y regañar al otro. Eso va a darte estatus. Ese es el signo de los tiempos: la libertad da miedo. La tolerancia, la verdadera, la basada en el respeto y no en las directrices ideológicas, no es una opción. Sobre todo para todos esos intolerantes que miran desde su ventana (online u offline) esperando cualquier oportunidad para censurar cualquier cosa a cualquier persona.

¿Alguna recomendación? Ya que preguntas, te diré que no es cosa mía. Bastante tengo con regañar a los que regañan. Pero mira, sí. Quizá tenía razón ese gran pensador que era El Rey León: vive y deja vivir.

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