TODOS TENEMOS LOS MISMOS DERECHOS

El artículo 2 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos dice que todos tenemos los mismos derechos, así de simple y así de complicado. Porque derechos hay muchos y hablar de todos es mucho hablar. Pero se habla de que no debe existir para los derechos y libertades: “distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”. 

Y como declaración de intenciones está muy bien. Sería bonito poder reconocer que el mundo y la sociedad en que vivimos no distingue ni por raza, sexo, ni por idioma o condición social, mucho menos por opinión política o religión. Porque lo que piense o sienta cada uno es eso, algo de cada uno. Y hablar de que alguien sea tratado de diferente manera por tener un tono o dos más o menos en su piel, por hablar un idioma distinto o por ser hombre o mujer, parece sacado de los anales de la Historia, parte del pasado, pero pasa. Y ocurre más a menudo de lo que pensamos. O de lo que queremos pensar.


¿Derechos o discriminación? Distinción por raza, color o sexo

Fátima es limpiadora y son múltiples las entrevistas en las que le han rechazado porque su lugar de procedencia es Marruecos. Abdú es senegalés y ya no le cansa que le llamen “negro”. Tiene la piel oscura sí, y quizá llega hasta a entender a los demás cuando le señalan con el dedo por tenerla así. Qué le vamos a hacer, nació y morirá con ella. Aunque sigue sin entender las caras de asco, las miradas por encima del hombro o las mofas. Ellos la tienen más clara. Quizá crean que eso es un pasaporte para la burla. 

Marvelis es de Ecuador, tiene 4 hijos en edad escolar y un marido que acaba de aterrizar en España por reagrupamiento familiar. Le está costando encontrar un piso de alquiler en la periferia de Madrid. De momento alguno que otro le ha dicho que “solo buscamos familias españolas”. Por su parte Mónica es española, vive de alquiler, tiene estudios superiores y lleva más de una década trabajando de contable en una empresa de recambios de automóvil. En su departamento son tres: ella y dos hombres. Con diferencia cobra menos en su contrato, su categoría profesional es inferior y siempre acaba siendo “la auxiliar” de sus compañeros, pese a llevar más tiempo en la compañía y ser algo más resuelta que ellos.

¿La razón? Está en edad de casarse y ser madre, y la empresa no podría permitirse una responsable que se da de baja por maternidad. Algo que no está en el futuro más inmediato de Mónica porque ni tiene pareja ni le apetece tener hijos. Pero es su realidad. En su empresa ser mujer puntúa a la baja.


Y también por idioma, opinión política o de cualquier otra índole

“Speak english. This is America” le dijo un abogado de Manhattan al dueño de un restaurante en el que sus empleados estaban hablando en español. Esa advertencia no es casual. A muchos neoyorkinos de pro les escuece que a pesar de que el inglés sea el idioma oficial en el Estado, el castellano sea el segundo idioma más hablado, pues la comunidad hispanohablante está formada por más de 2 millones de personas en EE.UU.

El castellano es el segundo idioma más hablado. Pero este idioma no es oficial, ni es reconocido de facto. Y en muchas ocasiones se queda relegado a tener que hablarse en casa. Nevada, Florida, Nuevo México, Illinois, Nueva York, son solo algunos de los estados en los que la comunidad hispanohablante supera el 10%. 

No ocurre solo en EE.UU. En Lationamérica miles de indígenas son discriminados por hablar sus propios dialectos nativos en lugar de utilizar el español o el portugués en sus quehaceres sociales. Se les priva de acceso a los servicios sanitarios por ejemplo, o son víctimas de mofa o burla. En el caso concreto de Perú, el  quechua ha llegado a ser declarado por la UNESCO “idioma vulnerable” y en determinadas zonas está en peligro de extinción. 


¿Discriminación por todo?

¿Y qué decir de la discriminación por el acento? En una misma lengua donde conviven diferentes acentos marcados por el lugar en el que uno nace o se cría, también es en ocasiones objeto de mofa, burla e incluso discriminación. Mención aparte se merece la discriminación por pensar de manera diferente. Por votar de manera distinta. Por opinar. Por objetar. Por comer verduras únicamente o alimentarse de proteína animal. 

Al final lo que debe prevalecer es el respeto, la libertad y el consenso; también la altura de miras y la resiliencia. Aunque todos estos valores no se encuentren entre nuestras rutinas, siempre será positivo para nosotros y para las personas con las que nos ha tocado convivir. Y si tuviésemos en nuestra cabeza el mantra que se les dice a muchos niños: “solo yo soy igual a mí mismo”, quizá no perderíamos el tiempo en encontrar las diferencias del otro para tirárselas por tierra. Cada uno es como es y todos somos distintos. 

Respeto.


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